“Cuando Natàlia regresó a Barcelona, prefirió ir al piso de la tía Patrícia…” Es la frase con la que Montserrat Roig empezó su primera novela, El temps de les cireres, con la que obtuvo el premio Sant Jordi 1976. Hoy, con una carrera plenamente consolidada y prestigiada, Natàlia nos invita a visitar su magnífica exposición de fotografías Cementiris d’Ultramar en el Museu d’Història de Catalunya. Natàlia Miralpeix, alter-ego literario de Pilar Aymerich regresaba en el relato de Roig a su Barcelona natal desde Londres, donde se había instalado en 1965. Al hilo de los movimientos sociales de los sesenta, de happenings, Rolling y paseos por Carnaby Street, se había convertido en fotoperiodista y a su regreso se dedicó a fotografiar las manifestaciones de la transición. Pilar, la Natàlia de la vida real, hizo eso y bastante más. En Londres se inició en el reporterismo y en París en técnicas de laboratorio. A su regreso no sólo realizó reportaje social –en 1977 sorprendió con la exposición Rauxa en la galería Eude- sinó que pronto se convertiría en una de las mejores retratistas del país: “posee una capacidad de penetración asombrosa y una agudeza realmente envidiable” escribía sobre ella Lluís Permanyer en este diario en 1978, con motivo de su exposición de retratos en la Virreina Només 49 personatges. Para construir su Natàlia Montserrat Roig le tomó prestada su peripecia vital a Pilar, su compañera de estudios desde los 16 años en la histórica escuela de teatro Adrià Gual, fundada por Ricard Salvat y Maria Aurèlia Capmany en la Cúpula Coliseum, “un foco de la resistencia cultural catalana durante el franquismo en el que se refugiaron muchos intelectuales para sobrevivir, en el que me formé como persona y donde obtuve el bagaje cultural que marcó mi trayectoria” explica la fotógrafa. También compartieron sus inicios profesionales en Serra d’Or, Triunfo, Destino, Cambio 16 y TVE, por citar unos pocos. Montserrat solía decir que trabajaban en simbiosis, “Pilar me enseñó a mirar y casi no puedo prescindir de ella para trabajar” –le declaraba a Joaquim Roglan en Tele/Xpres en 1978- y tras su muerte en 1991, Pilar le dedicó un libro y tres grandes exposiciones una de las cuales todavía itinera por Catalunya. Pilar conserva la reveladora dedicatoria de Montserrat en su ejemplar de El temps de les cireres : “Per a la meva estimada Pilar-Natàlia, enigma constant i colpidor.” “Fuimos muy amigas porque éramos muy diferentes”, apunta Pilar. De hecho, los arquetipos que dibujó recientemente el crítico teatral Joan de Sagarra en el Quadern recordando sus años en la Adrià Gual son antagónicos: “con Pilar me unían un montón de cosas –la devoción por Alfred Jarry (Pilar se montó un Ubu, rey con la sola ayuda de una vieja bicicleta y el himno de la Falange Española) , la música de los Rolling, las playas de la Barceloneta, el Johnny Walker y el primer Serrat- de Montserrat, la filla d’en Roig i Llop- me separaban otras tantas” entre las que cita a los muletes –discípulos del filólogo Joaquim Molas- y los psuqueros. Del contraste de caracteres surgió la simbiosis. El dramaturgo Josep M. Benet i Jornet, compañero de generación de ambas leyó en 1992, en el primer homenaje a la escritora en la sala Eude: “Si Montserrat era las olas del mar, Pilar era la arena de la playa, si la primera cambiaba y estallaba, espectacular e imprevisible, la segunda esperaba, acogía y absorbía, llegara lo que llegara”. Pilar Aymerich es, en palabras de un escritor tan poco dado a elogiar a las féminas intelectuales como Francisco Umbral, “una mujer mítica en la foto”. Su mirada penetrante como fotógrafa, sumada a su mirada real, de un intenso verde esmeralda, según la época encuadrada en un corte de pelo a lo Colette, la han rodeado de una aureola de mujer enigmática, egipcíaca y felina. Siempre ha cultivado sus maneras elegantes de dama barcelonesa y su amor a los gatos; Havana, Tendre y Nit corretean huidizos por los pasillos de su soleada casa modernista, un hermoso edificio de altos techos y suelos de mosaico hidráulico proyectado en 1905 por el arquitecto Sagnier i Villavecchia en Gran de Gràcia. De su cámara han salido 25 libros y 60 exposiciones fotográficas. Trabajadora inagotable con voluntad de acero para desarrollar proyectos de larga duración, nunca ha querido disociar su vida personal de su fuerte vocación de fotógrafa. Ha cultivado todos los géneros fotográficos con excelencia en el retrato –en su archivo viven más de un millar de personajes- por el que se la suele reconocer en los anales de la fotografía. Sus otros puntos fuertes son los reportajes de arquitectura y teatro –lleva 70.000 negativos inventariados de casi 200 obras teatrales- aunque también ha trabajado otros temas como la fotografía de animales, de moda o de viajes. Por lo que respecta a su estilo como autora, su gran aportación es sintonizar con la psicología del personaje -“su arte consiste en captar el alma de los retratados” comenta Isabel Clara Simó. Y Pilar explica: “Nunca he robado una foto. Como Robert Doisneau, yo no cazo sino que pesco fotos”. Trabaja en su estudio con la misma naturalidad con que en su momento se infiltraba en las manifestaciones sin captar la atención de la policía represora “nunca me disfracé de fotógrafo, con chaleco de bolsillos ni botas, al contrario, me movía con tacones y la cámara escondida y pintada de negro. Si un policía me miraba, yo lo despistaba pintándome los labios”. También la identifican las escenografías y atrezzos que caracterizan sus montajes, y su compromiso con la cultura catalana, ambas con un claro origen en su formación teatral y humana en la Adrià Gual: “Para mi la formación cultural del fotógrafo es vital, mucho más importante que la técnica”. El los últimos diez años, Pilar Aymerich ha internacionalizado su currículo con exposiciones en América del Norte, Centroamérica y Oriente Medio. Como era de esperar, también le han llegado merecidos honores, como el XVI Premi Solidaritat 2002 o la Creu de Sant Jordi en el 2005; y cargos de gestión en el Col•legi de Periodistes de Catalunya, en la Unió de Professionals de la Imatge i la Fotografia de Catalunya, y sobre todo como comisaria de exposiciones de calado. Sigue en la brecha, como tiene por costumbre, investigando temas que aúnen literatura e imagen, como el libro Viajeras a La Habana sobre María Zambrano, Zenobia Camprubí, M. Teresa León y M. Eulalia de Borbón, que está elaborando junto a la historiadora Isabel Segura Soriano. Con ella ha recuperado un viejo tema en el que fue pionera junto a Oriol Bohigas para la revista Cau en 1973: la arquitectura funeraria, pero esta vez en clave ultramarina. Cementiris d’ultramar, en el Museu d’Història de Catalunya hasta el tres de diciembre, es un recorrido poético y nostálgico que parte del cementerio de Montjuïc buscando la presencia catalana en los camposantos latinoamericanos. La exposición será el marco pasado mañana, 31 de octubre, día de reflexión, a las 20h, de una lectura de poemas a cargo de los actores Lluís Soler y Carme Sansa.